Una mujer sin cara, no, más que una mujer, un artista sin cara. Esa es la esencia de todo artista, la de esconderse detrás de sus obras, pero más lo es de los graffiteros. Una mujer que, misteriosamente, aparece en el lienzo, insertada de tal manera que se superpone a toda imagen que allí pueda hallarse. Su imagen no es distinta a la de cualquier mujer, su magia radica en el corazón. No hay mirada, no hay reacción, solo una calma impenetrable, una máscara que oculta la verdad. El corazón de cada artista es único pero se asemeja a los otros en el inentendimiento; hay una ausencia en la expresión de su rostro, ella no lo necesita, no hay nada que su rostro pueda transmitir mejor que su arte; ni hay nada que la gente pueda comprender en su expresión facial. Es en su mano donde tiene su medio de expresión, con el que dibuja todas sus angustias y sus alegrías, en donde algunos se verán identificados. Los simples mortales no podemos controlar lo que expresa nuestra mirada, en cambio, quienes saben utilizar sus manos milagrosas, son capaces de controlar cada detalle de su ser que quieren dar a conocer. Nosotros también somos potenciales artistas, pero para lograrlo, debemos dejar morir nuestros superfluos sentimientos y animarnos a sentir y a resucitar lo más profundo de nuestra alma.
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